Desde Santiago de Chile
¿Cómo llorar la muerte de un árbol solitario, cuando bosques enteros se
queman a mansalva? ¿Y cómo hacerlo en una nación como Chile, donde cientos de
seres humanos acaban de morir y muchos más han quedado heridos en la reciente
conflagración abrasadora que ha devorado miles de hectáreas y demolido
innumerables viviendas en vastas regiones de mi atribulado país?
Y, sin embargo, desde el amparo de mi casa en Santiago, a cien kilómetros
de los carbonizaciones, por mucho que me horrorizaba la devastación que iba
cobrando ingentes vidas y medios de subsistencia, no pude evitar preocuparme
por un árbol en particular, una de las tantas víctimas desapercibidas de la
catástrofe.
Se trata de un árbol que mis manos habían sembrado hace casi tres cuartos
de siglo.
Yo era un niño argentino de siete años, que visitaba Chile por unas
semanas, en mi camino de regreso a Nueva York, donde había vivido con mi
familia desde la infancia. Mi papá decidió que yo era lo suficientemente
grandecito para un ritual que él había llevado a cabo con su propio padre:
plantar un árbol. Cumpliendo esa tarea, dijo, me quedaban por delante sólo dos
misiones adicionales: escribir un libro y tener un hijo varón (era bastante
machista, mi viejo).
Y fue así que me llevó al Jardín Botánico de Viña del Mar, uno de los
viveros más grandes del continente, fundado, según mi papá, en 1817, casi junto
a la Independencia de América. Una joven cuidadora nos guió a un sitio con
condiciones óptimas para el crecimiento de un bosque colosal y me proporcionó
una espátula menuda y una semilla aún más diminuta. La cubrí con tierra, me
despedí como si fuéramos amigos íntimos y le prometí que volvería en algún
futuro a ver si había prosperado.
Nunca logré visitar ese lugar (el tosco mapa que había dibujado en nuestro
hotel se extravió rápidamente), pero lo que sí hice cinco años más tarde fue
regresar a Chile, que se convirtió en mi patria permanente. Pruebas al canto:
me hice ciudadano y me casé y publiqué mi primer libro y engendré, en efecto,
un hijo varón. Si no llegué a cumplir esa promesa a mi árbol de saludarlo de
nuevo, tampoco lo había olvidado. Y se me tornó más presente, paradójicamente,
y más significativo, cuando partí al exilio, después del golpe militar que
derrocó al presidente Salvador Allende en 1973.
Ese árbol mítico se me fue transformando en una forma de vencer la
distancia impuesta por la dictadura. A menudo me consolaba con la idea de que
el árbol que mi yo más joven había puesto en la tierra se estaba elevando desde
ese suelo tan chileno, ramificándose mientras daba la bienvenida a pájaros y
escarabajos, bendiciendo el Jardín Botánico con un verdor esplendoroso,
haciéndome señas desde lejos, murmurando que me esperaba un pedazo de mi
pasado, que no todo se había perdido y desarraigado en el cataclismo del golpe.
Una promesa que pareció materializarse cuando, después de una larga lucha, la
democracia retornó al terruño que había visto madurar ese árbol múltiple.
En estos últimos años, a medida que el cambio climático comenzó a
obsesionarme hasta el punto de escribir una novela sobre cómo nuestra especie
iba cometiendo un lento suicidio colectivo, ese árbol llegó a representar cada
vez más para mí algo así como la esperanza. Lo imaginé resistiendo las
aflicciones del tiempo y las depredaciones de los contaminadores, manteniéndose
erguido contra el desperdicio y la erosión, ofreciendo sombra y colores junto con
sus otros hermanos a lo largo del mundo, un símbolo de resistencia y
continuidad.
Con toda probabilidad, ese árbol sembrado por ese niño ha sido ahora
reducido a cenizas. De las casi 400 hectáreas del parque, el 90 % de las
plantas del Jardín (algunas estimaciones dicen que el 98 %) fue destruido en el
último incendio, provocando la pérdida irreparable de 1,300 especies, algunas
de ellas ya en peligro de extinción. Junto con otras víctimas: treinta
cachorros murieron en una perrera y se quemaron una inconmensurable cantidad de
animalitos y pájaros y, por desgracia, cuatro seres humanos. Entre ellos se
encontraba Patricia Araya, quien, durante las últimas tres décadas, había
estado trabajando como horticultora, preparando nuevas semillas para la germinación.
También murieron sus dos pequeños sobrinos. Y la madre de Patricia, de 92 años,
que, cuando era más joven, había realizado las mismas labores que su hija. Y me
pregunto, con pavor, si esta anciana no habría sido la misma adolescente que,
en aquel entonces, proporcionó una semilla y una pala a un ansioso niño de
siete años, me pregunto si la guardiana y madrina de mi árbol fue la que
pereció.
De aquel árbol únicamente queda la historia de su origen legendario y su
desenlace letal. Y de la miríada de otros árboles anónimos que perecieron ese
día, ni siquiera permanece una historia como la que estoy mínimamente
relatando. Y al igual que esos árboles sin vida, cada hombre, mujer y niño que
murió en ese incendio era alguien con una historia propia que yo no tengo cómo
contar. Y más allá de la hecatombe chilena se ciernen otras tragedias, una a
una, una tras otra, convulsiones de magnitud incalculable en un planeta en
llamas, cada vez más amenazado, cada vez más expuesto a medida que calentamos
la atmósfera de manera intolerable y caminamos sonámbulos y ciegos hacia el
apocalipsis.
¿Puede el árbol que sembré hace tanto tiempo prestarnos un último servicio
y ayudar a que nuestra humanidad despierte a lo que le estamos haciendo a la
Tierra y a nosotros mismos? ¿Cómo darles esperanza, dárselos de verdad, sin
mentir, a los pequeños, un niño o una niña, que, en este mismo momento, colocan
una semilla en la tierra y se despiden del árbol que crecerá allí y prometen
volver a visitarlo, cómo podemos crear un mundo donde el árbol y los niños
crezcan sin temer los incendios infernales que vienen por ellos y nosotros?
*Autor de La Muerte y la Doncella y, más recientemente, de
la novela Allende y el Museo del Suicidio.
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